En una ocasión leí que cierto organista famoso fue a una gran ciudad para dar un doble concierto, en la Sala del Palacio de la Música. Era en los días en que los órganos poseían fuelles, y estos tenían que ser accionados por una rueda, manualmente. Para tal trabajo, se buscó a un muchacho muy fuerte.
El músico dio su primer recital, y el entusiasmo de los asistentes quedó plasmado en sus fervorosos aplausos. Al concluir de saludar, el músico sintió que le tiraban de su levita; era el chico de los fuelles, quien, sonriente y satisfecho por la actuación, le dijo:
–¡Qué bien lo hicimos, eh!
— ¿Qué estás diciendo? ¿Qué es eso de ‘qué bien lo hicimos’? ¿Qué has hecho tú, desgraciado? — contestó el organista, con soberbia y rabia.
–Oh, perdón… yo creía… — apenas pudo contestar el otro.
Al día siguiente llegó el segundo recital. El organista había guardado su mejor pieza para la despedida. Era una partitura que expresaba una tempestad, por lo que requería de gran energía.
Pero los fuelles fallaban estrepitosamente, y el músico, enfadado y preocupado, le dijo al ayudante:
–¡Por favor, sopla fuerte, chico!
–Imprimiré más fuerza… pero el concierto lo haremos entre los dos. ¿Sí o no?
–¡Sí, claro que sí! ¡Sopla, sopla o estoy… estaremos perdidos!
Al final, el recital tuvo un éxito inmejorable y el organista acabó abrazando al operador del fuelle, a la vista de todos los presentes.
Esta anécdota tiene actualidad en muchos órdenes de la vida, y lo es, sobre todo, con respecto al de una iglesia local. Todo se hace entre todos; nadie debe sentirse autosuficiente, intentando sobresalir ante el resto, ni tampoco demasiado pequeño, pensando que su aporte no podrá resolver ninguna situación… y sobre todo, nadie debe ser despreciado, como si no tuviera valor alguno.
Una iglesia es como una colmena; todos deben elaborar la miel del evangelio, desde el que se considere a sí mismo como el menos útil, hasta el Pastor, sin olvidar a las hermanas que se ofrecen voluntarias para mantener la limpieza e higiene del templo del Señor, pues todos le sirven por igual, cada cual según su aportación individual.
En la obra de Dios, todos somos colaboradores, y cada uno debe buscar su don, para servir al Altísimo dentro del engranaje divino. Debemos ser conscientes, en todo momento, que si logramos algo, no lo habremos conseguido por nuestra gran capacidad, sino por la colaboración de todos los hermanos, bajo el control, la misericordia y ayuda inigualable de Nuestro Señor. Él nos capacita en aquellas áreas en que más lo necesitemos, permitiendo que nuestro trabajo dé buenos frutos, y que sean abundantes.
Así pues, desde aquí quisiera tener una palabra de agradecimiento y apoyo a todos cuantos colaboran sinceramente en la precisa y preciosa batalla de la Evangelización, ya sea a los que conforman nuestra Congregación, como a los que se reúnen en cualquier otra, en cualquier punto del planeta. En definitiva, todos somos uno en el árbol de Cristo, para la obra de Dios.
Con amor: Pastor Daniel.