«Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.» (2ª Timoteo 4:1)
A través de la historia de la humanidad, se han mencionado templos de todo tipo; los griegos fueron quizás los más profusos en esto: su mitología recoge casi tantas deidades como hombres hubo en la vida real. También se hallan muy difundidos en India, China, América… y cada uno, hipotéticamente albergando al menos un Dios.
Las religiones antiguas ya asimilaban indistintamente el monoteísmo y el politeísmo, según el lugar y las costumbres de la sociedad en cuestión. Si nos dejamos llevar por leyendas recogidas luego de múltiples generaciones, se contabilizan, según la enciclopedia mitológica de ABC ‘Dioses’, no menos de 861 divinidades, entre los que resaltan el nepalí Buda, (un noble a quien los seres humanos convirtieron en Dios), los indios Brahma, Sarasvati, Siva…, el fenicio Baal, el egipcio Ra, el maya Itzam-ná, el filisteo Dagón… una lista tan larga, como carente de evidencias de poder.
¿Cuál es la diferencia entre todas esas tendencias ‘religiosas‘ y la fe cristiana? ¿Por qué los seguidores de Jesús confiamos en que solo Él es fiel a la verdad? Ambas preguntas se responden de una misma manera: porque ninguno de aquellos a los que se les han atribuido potestad jamás demostró nada. Solo el Hijo de Dios hecho hombre evidenció su majestad y poderío mediante auténticos milagros, recogidos, no solo por la propia literatura cristiana, sino por muchos historiadores antiguos, de diferentes nacionalidades. Solo Él se entregó en sacrificio por la humanidad, venciendo a la muerte al tercer día, según propioa premonición ante los suyos.
Un ejemplo de ello se manifiesta en el libro ‘Antigüedades Judías’ (Antiquitates Iudaicae) escrito por Flavio Josefo. En la sección 18.5.2, se cuenta la muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes, aunque sin detallar su relación con Jesús; pero los párrafos 63 y 64 del capítulo XVIII, sí dan testimonio sobre Él. En el acápite 3,3 de dicha sección, existe un texto denominado tradicionalmente «Testimonio flaviano», que dice textualmente:
«Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, si es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para quienes reciben la verdad con gozo, y atrajo hacia Él a muchos judíos, y a muchos gentiles además. Era el Cristo (el Mesías)). Y cuando Pilatos, frente a la denuncia de aquellos que son los principales entre nosotros, lo condenó a la Cruz, aquellos que lo habían amado primero no le abandonaron, ya que se les apareció vivo nuevamente al tercer día, habiendo predicho esto, además de otras tantas maravillas sobre Él anunciadas con antelación por los santos profetas. La tribu de los cristianos, llamados así por causa de Él, no ha cesado de crecer hasta este día».
Hay quien dice que el texto fue alterado, y no responde al auténtico testimonio de Flavio Josefo. Sin embargo, una gran parte de estudiosos cree que el pasaje completo acerca de Jesús, tal como aparece hoy en día, es genuino. Señalan como argumentos principales de la autenticidad del fragmento de Josefo los siguientes:
– Todos los códices o manuscritos hallados sobre el trabajo de este historiador, coinciden en ese texto en cuestión; para una falsificación, habría que suponer que absolutamente cada copia diseminada cayó en manos cristianas, y que todos se pusieron de acuerdo para alterarlos de manera coincidente, algo fuera de la razón y de la lógica.
– Si Eusebio (‘Hist. Eccl’., I, xi; cf. ‘Dem. Ev.’, III, v), Sozomeno (Hist. Eccl., I, i), Nicéforo (Hist. Eccl., I, 39), Isidoro de Pelusium (Ep. IV, 225), San Jerónimo (catal.script. eccles.xiii), Ambrosio, Casiodoro, y muchos otros, recurren al testimonio de Josefo, no deben haber existido dudas respecto a su autenticidad, en aquel tiempo.
– No contiene ninguna afirmación incompatible con la historia. Toda Roma supo que Jesús fue el Cristo crucificado, fundador del cristianismo; sus admirables obras y Resurrección de entre los muertos, se pregonaron sin cesar de forma tal, que sin estos atributos el Jesús de Josefo no hubiera coincidido con los miles de alegatos populares de la época.
Por otra parte, en el capítulo 20, epígrafe 9.1, Josefo menciona indirectamente a Jesús, al relatar la muerte de alguien a quien describe como ‘su hermano‘ Santiago. El texto hace filológica e historiográficamente más consistente el Testimonio Flaviano; léanlo:
‘Ananías era un saduceo sin alma. Convocó astutamente al Sanedrín en el momento propicio. El procurador Festo había fallecido; el sucesor, Albino, todavía no había tomado posesión. Hizo que el Sanedrín juzgase a Santiago, el hermano de Jesús, y a algunos otros. Les acusó de haber transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados.’
También Plinio el joven, escribió sobre esto. Con profesores como Quintiliano y Nices Sacerdos, inició la carrera de leyes a la edad de 19 años, creciendo su reputación en este campo muy rápidamente. Plinio, hombre honesto y moderado, fue ascendiendo por el cursus honorum. (Cargos administrativos civiles y militares del Imperio) y fue Flamen Divi Augusti (sacerdote del culto al Emperador). Luego, decemvir litibus iudicandis (algo equiparable a un juez de lo civil), tribuno militar en Siria (donde conoció a los filósofos Artemidor y Eúfrates), Sevir equitum Romanorum (jefe de un escuadrón de caballería), quaestor imperatoris y questor urbano entre el año 89 y el 90.
Fue nombrado tribuno de la plebe en el 91, pretor en el 93, prefecto (primero de las finanzas del ejército y luego del templo de Saturno), y cónsul suffectus en el 100. Entró en el colegio de augures por elección, fue supervisor del río Tíber y finalmente legatus (embajador) en el Imperio de Bitinia, donde se supone que murió. Se puede decir que su carrera es un resumen de todos los cargos públicos más importantes en Roma, y en efecto Plinio contribuyó a la organización del Imperio en mucho de sus campos.
O sea, no fue un mequetrefe que se puso a escribir historias, sino alguien debidamente capacitado, con suficiente participación en la temática, y que en una de sus numerosas cartas (las Epistulae), habló al emperador Trajano sobre creyentes que no le adoraban como Dios ni maldecían a Jesucristo, aun bajo la peor de las torturas; así como de los acusados que cedían al dolor y negaban su fe; liberados luego que, según palabras textuales: «habían repetido la invocación que yo había hecho a los dioses, ofrecido incienso y vino a tu imagen [la de Trajano] […] y, además, maldecido a Cristo».
Todo lo que se apartara de este ejercicio de renuncia, culminaba en ejecución. Trataba al cristianismo como una superstición estúpida y manifestaba su sorpresa por el gran número de denuncias anónimas que se recibían en este campo, de parte de la población, lo que demostraba la gran cantidad de seguidores que desde la clandestinidad, persistían en su fidelidad al Señor. Trajano le respondió apoyando su actitud, y ordenándole que no diera curso a dichas denuncias anónimas.
Talo, otro historiador pagano que vivió en la época de Cristo, registra en el tercer libro de sus relatos, que «hubo tinieblas milagrosas en la faz de la tierra en aquella Pascua judía.»
Fueron muchos los romanos que trataron el tema de la proyección real de Jesucristo en su época, pues Tácito aporta otra referencia histórica en el año 116 ó 117:
‘Ergo abolendo rumori Nero subdidit reos et quaesitissimis poenis adfecit, quos per flagitia invisos vulgus Chrestianos appellabat. Auctor nominis eius Christus Tibero imperitante per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus erat; repressaque in praesens exitiabilis superstitio rursum erumpebat, non modo per Iudaeam, oríginem eius mali, sed per urbem etiam, quo cuncta mundique atrocia aut pudenda confluunt celebranturque.’
Lo que traducido, dice: ‘Por lo tanto, aboliendo los rumores, Nerón subyugó a los reos y los sometió a penas e investigaciones; por sus ofensas, el pueblo, que los odiaba, los llamaba «cristianos», nombre que toman de un tal Cristo, que en época de Tiberio fue ajusticiado por Poncio Pilato; reprimida por el momento, la fatal superstición irrumpió de nuevo, no sólo en Judea, de donde proviene el mal, sino también en la metrópoli [Roma], donde todas las atrocidades y vergüenzas del mundo confluyen y se celebran.‘
Otras referencias vienen de Caius Suetonius Tranquillus (75-160), cuya obra capital fue ‘De vita Caesarum’ (año 121); una serie de biografías de los primeros doce emperadores, de Julio César a Domiciano; páginas que aportaron a la historiografía una gran cantidad de datos sobre la vida privada y el gobierno de césares romanos, aunque en ocasiones se centra más en cuestiones superficiales, (en algunos casos, escandalosos), que en un estudio profundo de los hechos históricos.
Pese a ello, este libro fue muy popular durante la Edad Media, en especial por su estilo de escritura fluido y llano, libre de artificios. Sobre el emperador Claudio, dejó escrito que expulsó de Roma a judíos instigados por las enseñanzas que había dejado un tal ‘Chrestus’: [De Vita Caésarum. Divus Claudius, 25]
‘Iudaeos, impulsore Chresto, assidue tumultuantis Roma expulit.’ (A los judíos, instigados por Chrestus, los expulsó de Roma por sus hábitos escandalosos)
También dejó constancia, en una lista de las actividades realizadas por Nerón, del siguiente hecho: [De Vita Caesarum. Nero, XVI.2.]
‘Multa sub eo et animadversa severe, et coercita, nec minus instituta […] afflicti suppliciis Christiani, genus hominum superstitionis novae ac maleficae.’ (Bajo éste [su reinado] se reprimió y castigó con muchos abusos, y reglamentos muy severos […] Nerón infligió suplicios a los cristianos, un género de hombres de una superstición nueva y maligna.)
Por último, están los escritos de Quinto Séptimo Florente Tertullianus, hijo de un centurión de la legión romana, castellanizado como Tertuliano (155-230), que nació, vivió y murió en Cartago, en el actual Túnez. Fue educado en las creencias romanas, hasta que de alguna manera se le manifestó el Señor, convirtiéndose al cristianismo y posteriormente, en líder de su Iglesia, así como en un prolífico autor durante el siglo II de esta era.
Abogado, sus artículos brotan en latín riquísimo, con muchos juegos de palabras y voces acuñadas por él mismo; algunos de cuyos neologismos arraigaron después en la terminología teológica cristiana. Tertuliano propuso el ejemplo de Cristo como modelo para vivir la virtud de la paciencia, manifestando que pese a que, siendo el mismo Dios, durante su vida terrenal soportó todas las injurias imaginables con una infinita capacidad de perdonar y de devolver amor ante cada ofensa.
Por si esto fuera poco, tenemos el alegato de Juan y Pedro, quienes no fueron personas que oyeron hablar de Jesús en la recogida de aceitunas ni mientras le atendían en una barbería ni a través de los cuentos del vendedor de frutas del mercado judío, sino que convivieron, comieron y charlaron con Él durante tres años, mientras les instruía; testigos directos de sus muchísimos milagros, así como de la resurrección de Lázaro, de la niña de 12 años, y del propio Cristo Jesús.
Fueron testigos directos de su restauración, pues le vieron mientras le clavaban en el ominoso madero, y también cuando murió y le llevaron al sepulcro. Fueron de los primeros en verle resucitado, como evidencia de que su promesa de vida eterna era posible, y dan fe de ello en sus cartas, en el Nuevo Testamento. También Pablo, el que otrora había sido centurión romano, perseguidor de cristianos, luego de la muerte de Jesús, habla sobre cómo este se le presentó, preguntándole que por qué le perseguía.
Todos fueron mártires: apedreados, pasados a espada o crucificados, como el Señor; ninguno recibió premio de hombre por sus actos, sino acoso, hambre, y mucha aflicción. ¿Qué pasó en sus vidas para que decidieran darle un cambio tan radical, y entregarse como lo hicieron, a la causa cristiana? ¿Estamos ante una coincidencia de muchos locos en un lugar y momento determinados? ¿Un virus quizás?
Los escritos muestran, además de los milagros de Jesús de Nazaret, que es imposible creer que los judíos, después cristianos conversos, estuvieran dispuestos a morir por algo que no resultara convincente. Su tolerancia al martirio se debió a que fueron testigos oculares de la vida, muerte, y vuelta a vivir de Jesucristo, y a que ‘oyeron‘ las declaraciones históricas de Jesús. Los primeros seguidores de Cristo y todos los escritores del Nuevo Testamento fueron judíos, excepto Lucas, que era griego.
Por favor, ábranse a la realidad de estar ante un hecho que no puede ser explicado desde la lógica y el razonamiento humano, aunque ha quedado bien patentizado en la historia; un suceso en el que todos, absolutamente todos, estamos implicados.
Volviendo al inicio, coloquialmente, un templo es cualquier lugar en donde se concentra un grupo de personas para adorar al Dios que vive en sus mentes. En el caso de los cristianos, que también contamos con cuatro paredes para reunirnos y dedicarle nuestro tiempo al Todopoderoso, sabemos además que hay una casa, no hecha de cemento ni madera ni material inerte, en la cual podemos compartir con el Creador: el propio corazón.
Mantengámoslo limpio, para que se instaure allí la presencia del Fiel, y nuestra opción del ‘para siempre‘, se convierta en realidad inexorable. Que cada cual se transforme en renovador del Templo del Eterno y se vigile con celo; estamos en la estación y el tren viene: no permitamos que nuestro boleto individual se halle caducado.
«Respondió Jesús, y díjoles: ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.’ Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue este templo edificado, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo.» (Juan 2:19)
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