Hace unos días, en un debate de este blog, salió a relucir de nuevo el tema ‘homínidos’ y se criticó mi ignorancia al respecto, aunque sin señalar en qué punto había mentido, solo para desmeritar. Este artículo debería salir en la semana siguiente, pero ya abierto el cajón, quizás sea conveniente hurgar en él y adelantar los acontecimientos.
¿Cuál es la problemática para los neófitos, que constituye a la vez la ‘palanca Arquimideana evolutiva’? Yo les diré: el principio ‘bulldozer’, cimentado en la incultura. ‘La ignorancia mata a los pueblos: es preciso matar a la ignorancia’, dijo José Martí, a finales del siglo XIX. Por eso, cuando cualquier persona, al margen de sus creencias, escucha que ‘con técnicas de datación geológicas, potasio-argón (K/Ar), trazas de fisión, paleomagnetismo y bioestratigráficas, se fecharon los homínidos de Hadar’ (Ajar, Etiopía), no debe dejarse intimidar por el vocabulario, pues tras de él, en realidad habita la fantasía.
Ante la verborrea técnica, la primera reacción es creer: ‘no estamos a la altura’; así que se piensa que lo mejor es doblar rodillas en humildad frente a la impersonal, pero sabia, diosa evolución… entonces la mentira con ropas blancas nos pasa por encima como el bulldozer, y nos aplasta. Pero eso no es inteligente ni racional; lo congruente con la capacidad que todos tenemos de analizar, es usar las neuronas e indagar bien sobre todo lo escrito al respecto, liberándonos de la propaganda que está inundando el mundo escolar y científico desde que Darwin se subió al ‘HMS Beagle’, y puso su quimera en la dirección del viento.
Sobre esta temática, que ya ha llenado demasiados libros, y al mismo tiempo se ha nutrido de escandalosos fraudes, los paleoantropólogos supusieron que ciertos australopitecos andaban erguidos, como el ser humano. Durante décadas, desde que Richard Leakey y Donald C. Johanson, Spidermans evolutivos, estudiaron sus fósiles, el evolucionismo ha asegurado, que estos ‘animales’ se desplazaban sobre las dos patas traseras.
Sin embargo, en la actualidad, la división inunda a los propios especialistas evolutivos, pues desde los setenta, muchas investigaciones han ido nutriendo la incertidumbre al respecto.
Un día, mientras terminaba la reestructuración de un esqueleto, en un campamento etíope, sonaba por los altavoces del cementerio de monos, ‘Lucy in the Sky with Diamonds’, la popular canción de John Lennon. Así, bautizaron su hallazgo: ‘Lucy, la que, con sus ‘millones de años’ se convertiría en la verdadera ‘Eva mitocondrial’; ágiles como siempre, pues con esa misma rapidez habían nominado antes al ‘Hombre/mono de Piltdown’, y al ‘Pitecantropo erectus’, el humano que ‘evolucionó’ a partir de un diente de cerdo, llamado científicamente, desde el rentable principio ‘bulldozer’: »Hesperopithecus haroldcooki’, más conocido luego como ‘Hombre-Puerco de Nebraska’. Se les vió y se les ve el plumero; no obstante, concedámosle la gracia del raciocinio y razonemos:
En realidad, ‘Lucy’ fue un ejemplar de ‘Australopithecus afarensis’, que se cree vivió en Etiopía y Tanzania. Algunos paleontólogos, (como Owen Lowejoy, el español Juan Luis Arsuaga del equipo de Atapuerca, y otros) aun creen que ella y sus congéneres vivían en la hierba y andaban como atletas; pero otros muchos aseguran que se movían mejor en los árboles como buenos trepadores que eran, ya que sus dedos largos y curvos (tanto en manos como en pies), les permitirían agarrarse muy bien a las ramas, mientras, por el contrario, la posición erguida les resultaría anatómicamente muy incómoda.
Otro enfoque, el de Peter Schmid, uno de los antropólogos suizos que dudó del género de Lucy, y que participó en la reconstrucción de su esqueleto, afirma que la disposición de las articulaciones sugiere que se contorneaba al caminar igual a los gorilas. Planteó además que a diferencia de los humanos, carecía de costillas ligeras y del ensanchamiento en la parte superior del tórax, que le habría permitido recibir más oxígeno, refrigerando su cuerpo según corría. Asegura que habría tenido que jadear como un perro para refrescarse, y que cualquier distancia en la sabana la habría dejado exhausta” (Gore, 2000: 58).
Y es que nuestra postura erguida requiere de una configuración anatómica muy especial, muy diferenciada de la simiesca. Solo el ser humano posee tales características. ¿Cómo pudo la ‘selección natural’ reinscribir en la hebra de ADN, la información necesaria que permitiera los cambios somáticos imprescindibles para, de andar a cuatro patas, pasar a la posición bípeda actual del hombre?
Los australopitecos o “monos del hemisferio austral”, así como los fósiles incluidos dentro de los géneros Paranthropus, Praeanthropus, Zinjanthropus, Paraustralopithecus y Kenyapithecus, fueron simios muy parecidos a los actuales. Se conocen alrededor de veinte especies distintas, hallados cerca del lago Turkana en Kenia (y otras regiones de África). Los Australopithecus afarensis, considerados los más antiguos, son también los más divulgados: A. africanus (huesos más bien delgados), A. robustus (huesos grandes y robustos), y los boisei, anamensis, gahri y aethiopicus.
Todos con un volumen craneal igual o más pequeño que el de los actuales chimpancés; sus manos y pies presentaban falanges adaptadas a la vida arborícola. Los machos eran más grandes que las hembras (dimorfismo sexual), tal como ocurre en algunos monos actuales. Y llegados a aquí, surge la pregunta inexorable: si los australopitecos eran tan parecidos a los simios que viven hoy, ¿por qué razón fueron considerados nuestros antecesores?
Algunas revisiones del género Australopithecus sugirieron lo contrario: australopiteco no andaba derecho. Los doctores Lord Solly Zuckerman, (jefe Departamento de Anatomía, Escuela Médica de la Universidad de Birmingham, Inglaterra), y Charles Oxnard (antiguo alumno suyo, y profesor de una Universidad de Australia), dos notorios especialistas en anatomía comparada, luego de analizar detenidamente los esqueletos de estas especies, publicaron en la revista Nature, dos artículos separados y coincidentes, manifestando que los australopitecos no eran bípedos, sino que andaban a cuatro patas, igual a chimpancés, gorilas y orangutanes actuales (Zuckerman, 1970; Oxnard, 1975).
Oxnard concluyó señalando incluso que el género Homo podía ser tan antiguo, (y simultáneo en el tiempo), con el Australopithecus, de lo que se deduce que habría que eliminarle del linaje humano. Posteriormente, en un trabajo publicado también en Nature, en 1994, un equipo de la Universidad de Liverpool formado por los doctores, Fred Spoor, Bernard Word y Frans Zonneveld (Spoor, Word y Zonneveld, 1994), concluyeron lo mismo: australopiteco fue cuadrúpedo, igual que los monos actuales, y no bípedos como se había divulgado.
Más recientemente, Moyà y Kölher, opinan que A. afarensis tenía también un pulgar oponible en las patas, similar al de los actuales chimpancés, que le convertía en arborícola, y no terrestre (Gibert, 2004). Asimismo, Nacional Geographic, en una edición especial para España, que trataba acerca de los orígenes del hombre, publicó un artículo sobre el bipedismo, del que resaltamos las siguientes palabras:
[‘La postura erguida humana, requiere una configuración anatómica muy especial, que le hace notablemente diferente de los simios. Ningún otro animal conocido posee tales características. ¿Pudo la evolución realizar los cambios anatómicos necesarios para pasar del modo de caminar a cuatro patas, propio del mono, a la posición bípeda del hombre?
Investigaciones en anatomía comparada que han empleado modelos de computadora han puesto de manifiesto que esto no es posible. Cualquier forma intermedia entre un ser cuadrúpedo y otro bípedo requeriría un consumo de energía tan elevado que la haría del todo inviable. Un animal semibípedo, tal como algunos conciben a Lucy, no puede existir porque, sencillamente, vulneraría las leyes de la biofísica.’]
Nuestra postura vertical no tiene que ver sólo con el esqueleto y los músculos, sino que se relaciona además con otros órganos. El cuerpo percibe el sentido de la postura y controla el equilibrio a través de los órganos del equilibrio (situados en el oído interno), durante la locomoción. Estos órganos tienen conexiones nerviosas con áreas específicas del cerebro. Por ejemplo, la causa del vértigo puede ser consecuencia de anormalidades en el oído, en la conexión nerviosa del oído al cerebro o en el propio cerebro.
Mediante tomografías axiales computarizadas de alta resolución (TAC), se ha podido calcular el volumen del laberinto del oído interno de muchas personas y de monos actuales pertenecientes a diversas especies de chimpancés, gorilas y orangutanes, para compararlos con el laberinto correspondiente de cráneos fósiles de australopitecos, Homo habilis y Homo erectus (Word, 1994). En los organismos vivos estudiados se correlacionó el tamaño de los canales semicirculares con la masa del cuerpo, y se comprobó que los seres humanos modernos poseen dichos canales anteriores y posteriores más grandes que los monos actuales, mientras que el canal lateral es más pequeño.
El resultado de tales investigaciones reveló que el oído interno de todo australopiteco, así como el de Homo habilis, era muy similar al de los grandes monos actuales, o sea: no apto para la locomoción bípeda. Por el contrario, el de Homo erectus se asemeja al del hombre moderno. Esto corrobora la idea de que, en cuanto al tipo de locomoción, entre simios y hombre existe una diferencia fundamental. Todos los Australopithecus y el Homo habilis serían en realidad simios fósiles comparables a los monos actuales… y el denominado ‘Homo erectus’, debería ser considerado como lo que es: un auténtico humano.
Además, refutando la teoría evolutiva, nuestro bipedismo no constituye ninguna ventaja evolutiva, respecto al desplazamiento a cuatro patas de los animales. El hombre no es capaz de alcanzar los 125 kilómetros por hora del guepardo, ni moverse por la copa de los árboles a la velocidad que lo hacen los chimpancés o los monos aulladores. Y llegado a aquí, contaré una anécdota: hace años, estando yo de visita en una casa, en cuyo amplio patio había una jaula con un mono verde dentro, un chaval, en tétrica travesura, echó dentro el gato de la familia. La agilidad de aquel mono, a más de 2 ms. del felino, me dejó helado; no le dio la más mínima posibilidad de salvarse.
Desde el punto de vista de la agilidad de movimientos que permita huir o defendernos, las personas vamos en desventaja con respecto a muchos animales. Sin embargo, según la lógica evolutiva, apostando siempre por la mejora de la especie, que diera supervivencia, no se debería haber producido una transformación desde los monos cuadrúpedos al hombre bípedo, pues si alguno decidiera bajar de los árboles, habría terminado en comida de sus depredadores.
Por el contrario, el ser humano tendría que haberse convertido en mono, ya que desde el concepto ‘locomoción’, el simio es mucho más eficaz que nosotros. Y si a esto se replicara que el bipedismo permitiría liberar las manos, así como favorecer el desarrollo de la imaginación y del cerebro hasta convertir al hombre en un científico, habría que decir que una cosa es la evolución biológica y otra muy distinta la cultural.
Son dos conceptos no mezclables, pues resulta improbable que la evolución habría favorecido el bipedismo porque estaba interesada en obtener científicos. Además, como contrapartida a este planteamiento, todo buen hijo de Darwin siempre ha sentido repulsión ante la idea de que las transformaciones de los seres vivos estén orientadas hacia un fin específico.
Por otro lado, el hecho de andar en dos patas, no prueba necesariamente una relación filogenética con el ser humano. Las aves, por ejemplo, son bípedas y, al menos hasta el momento, a nadie se le ha ocurrido decir que descendemos de ellas. Lo mismo podría decirse de los lémures de Madagascar, que cuando están en el suelo se mueven saltando sobre sus dos patas traseras; el hecho de que un mono sea capaz de erguirse y ponerse de pie, como también hacen eventualmente los perros y los osos, no es suficiente para plantearse que se transformarán en hombre luego de millones de años.
Y si la razón esgrimida es la similitud del ADN, que algunos refieren igual en un 98%, en el caso del chimpancé, habría que decirle que esos datos son demasiado parciales, pues se hace en base a un 5% de ADN sobre el total, el que resulta ‘codificante’. El llamado ‘ADN Basura’, constituyente de la mayoría, el 95% restante, no ha sido considerado en la estadística, y ya se está comprobando que no es tan basura como ha sido clasificado, sino que hay mucha ignorancia aun con respecto a él; lo mismo que ocurrió con los 86 órganos vestigiales publicados en 1893 por Robert Wiedersheim, que la propia Ciencia ha ido reduciendo a solo unos pocos, a medida que se ha ido conociendo sus funciones actuales.
Pero aun hay más evidencias que contradicen la teoría evolutiva. El Dr. Randall L. Susman publicó en 1994 un trabajo en ‘Science’, comparando la forma de la mano humana con la de los simios actuales y de los fósiles en cuestión; la intención era relacionar estructura y función con el posible uso o no, de herramientas.
La forma de los huesos, músculos y tendones constituyentes de la mano humana, fijan la precisión con que se puede agarrar y manipular objetos. Los simios tienen dedos largos y curvados, de yemas estrechas; mientras que los nuestros son relativamente cortos, rectos y con amplias yemas. El trabajo de Susman señaló que hay dos grupos bien diferenciados: los capaces de utilizar herramientas más o menos sofisticadas y los que no.
Entre los primeros, situó a Homo Sapiens y H. erectus, mientras que a los australopitecos, (Lucy entre ellos), los ubicó en el grupo de los simios incapaces de manipular utensilios con cierta precisión. La investigación de Susman finaliza descartando a los australopitecos del pretendido árbol genealógico humano.
Las opiniones enfrentadas que se observan hoy dentro del propio evolucionismo, indican que la insistencia sobre la hipótesis del bipedismo en Australopithecus responde más al deseo de hallar un eslabón perdido entre monos y ser humano, que a genuinos argumentos científicos. Los fósiles considerados ‘australopitecos’, provienen de diversas especies de monos extintas en el pasado, sin descendencia, como los dinosaurios y tantas otras especies biológicas que nada tuvieron que ver con el origen del hombre. Si algunos insisten en considerarlos antepasados humanos es porque no tienen nada mejor a mano.
Sin embargo, los australopitecos son tan homínidos como puedan serlo los grandes monos que viven en la actualidad. Eran seres mucho más parecidos a los gorilas, chimpancés y orangutanes de hoy, que a nosotros mismos. Precisamente lo que refleja la pancarta que se exhibe al público, en el Zoo de Barcelona, España, frente a la zona destinada a los gorilas de montaña.
El primer peldaño de la pretendida escalera evolutiva tiene menos solidez que un helado de chocolate en el desierto de Almería: se derrite a la misma velocidad que la evidencia científica demuestra que los australopitecos no fueron antepasados del hombre.
Somos tal cual nos diseñaron, y no mejoramos, sino declinamos. Adán, el 1er hombre, con la información de su ADN íntegra, vivió 930 años; al surgir las primeras mutaciones, la expectativa de vida fue reduciéndose. Los hijos de Noé llegaron a los 600 años; a partir de ahí, los empeoramientos genéticos ya habían proliferado y fueron degradándose a 400, 300, 175 de Abraham… y los que se logran alcanzar hoy, según el sistema social donde se viva, y los paliativos médicos que incentivan la longevidad.
Si hay algo común entre hombres y monos, es que fueron pensados, diseñados, programados y ‘creados’ para vivir en un mundo biológico interactuante, con los mismos componentes químicos para todos. Los simios, aun en la floresta; nosotros intentando el abordaje del espacio… el espíritu en ‘stand by’, hasta que regrese el Seleccionador a por su Selección, con el libro de los nombres bajo el brazo.
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