En la tarde de hoy he estado recogiendo algunas anotaciones; desechando lo que ya no tiene valor, y reclasificando lo que sí pudiera valer en un futuro. Allí he visto unas que escribí hace meses, mientras preparaba un debate, y que sigue llamando mi atención como el primer día: ‘¿Cómo puede explicar la teoría evolutiva que pese a reconocerse la existencia de más de un millón de especies eucariotas superiores, solo una ha desarrollado conciencia?
Solo el humano es capaz de manifestar raciocinio, cognición del ‘yo’, y la capacidad de captar o intuir el ser. Sin embargo, en contrapartida con este hecho innegable, está la otra cara de la moneda: el humano es el único ser vivo que niega las evidencias. Ningún animal tropieza dos veces con la misma piedra; los hombres y mujeres sí; algunos incluso disfrutan haciéndolo.
Un ejemplo de ello lo tenemos en las consecuencias derivadas de un hallazgo efectuado en el otoño del 1885, cuando un trabajador llamado Reidl, en una fundición de Schöndorf, Austria, fundada por Isidor Braun (1801-1866) y luego controlado por sus hijos, derribó un bloque de lignito que había sido extraído en Wolfsegg, a unos kms. de allí, y se vio sorprendido por la presencia de una pieza de hierro salida de su interior.
El lignito es un carbón mineral que se forma por compresión de la turba, proceso al que se le calcula posibilidad solo después de millones de años de presencia fósil. Se cree que luego de ese tiempo, va convirtiéndose en una sustancia desmenuzable en la que aún se pueden reconocer algunas estructuras vegetales, de color negro o pardo, y frecuentemente con una textura similar a la de la madera de la que procede.
El bloque en cuestión, se quebró bajo la herramienta del fundidor, mientras recolectaba las piezas de tamaño adecuado para alimentar el horno. Ante sus ojos se presentó un pequeño cubo de hierro, integrado aun dentro de restos de carbón; al ser limpio de todo vestigio carbonífero, presentó forma de cubo, y un surco recorriéndolo. El trozo provenía de un envío de carbón desde el yacimiento de Wolfsegg.
El hexaedro metálico fue examinado y luego presentado en 1886 por el ingeniero de minas Adolfo Gurlt, Profesor de Geología en la Universidad de Bonn, durante una conferencia del Naturhistorische Verein [Sociedad de Historia natural]. Allí sugirió que su origen fuera un meteorito que se incrustó en la Tierra en una época muy remota… y que parecía ¡»trabajado, fabricado«!
Un informe aparecido en el diario científico Nature (volumen 35, 11, noviembre 1886, pag 36) describe el objeto como «casi un cubo», «con una incisión profunda»; certificando con este corte en su mitad, algún tipo de diseño inteligente. De cualquier manera, a no ser que se evidencien ‘obreros metalúrgicos‘ en el espacio, resulta imposible explicar cómo un meteorito obtuvo una forma tan peculiar.
Era cúbico; cuatro de sus seis caras perfectamente llanas, y las dos opuestas ligeramente convexas. Todo esto, y el presentar bordes semi redondeados e inscripciones desconocidas que no podían ser obra de la naturaleza, hizo nacer la incógnita sobre la misteriosa naturaleza y procedencia de dicho objeto.
El cubo, de 67mm x 67 mm x 47 mm, y un peso de casi 8 kg, resultaba difícil de razonar que pudiera ser fruto de la naturaleza; y todas las pruebas realizadas por especialistas de la época, ultimaron que había sido elaborado con técnicas muy avanzadas, y que su aleación no se producía en estado natural. A partir de ahí se le conoció como «El Hierro de Wolfsegg» o «Cubo Salzburgo».
El hijo del propietario de la fundición lo donó al Museo ‘Heimathaus’ en Vöcklabruck, pero en 1910 el objeto desapareció misteriosamente. Años más tarde reapareció y desde 1950 hasta 1958 se expuso en el museo nacional de Oberosterreichisehes de Linz (Austria) donde se conserva también el molde; pero según Peter Kolosimo, el original salió de Austria, y hoy se puede ver en el Museo Salisbury, en el Reino Unido.
De acuerdo a una revisión posterior realizada en el Museo de Historia Natural de Viena en 1966, el objeto tenía altas probabilidades de ser una pieza de hierro fundido artificial. Ante los argumentos críticos, señalando que las melladuras podrían ser las características de un meteorito corriente, en 1966-67 fue analizado por el Museo Naturhistorisches, en Viena, usando una técnica de microanálisis por rayos catódicos; pero en la muestra de hierro no se halló ningún rastro del níquel, cromo o cobalto, propios de meteoritos, descartando este origen.
Por otra parte, la carencia de azufre mostró que tampoco era pirita, u «oro de los tontos», llamado así por su parecido a este metal, pero conteniendo un 45.4% de hierro. La opinión final del Doctor Kurat del Museo y el comité del Geologisches Bundesanstalt en Viena fue que el objeto era simplemente hierro fundido artificial. Una de las hipótesis más aceptadas a partir de 1966, propuso al Hierro de Wolfsegg como parte de una antigua herramienta minera.
Una posterior investigación, hecha por Hubert Mattlianer en 1973, concluyó que la pieza era resultado de una fundición obtenida mediante la técnica llamada ‘cera perdida’. Un moldeo muy conocido por arqueólogos, pues se trata de un procedimiento escultórico muy antiguo, con el que se lograban figuras metálicas, mediante un molde realizado en cera de abeja. Este molde se cubría de un barro especial, se metía en un horno, y la cera derretida salía por unos orificios preparados en el barro, mientras este se endurecía. Entonces se le inyectaba el metal fundido, que adoptaba la forma del recipiente final.
Con esta técnica se obtuvo ‘el ‘centauro de los Rollos‘, originaria de hallazgos del siglo VI a. C, en el Peloponeso, e importada a España por el Museo Arqueológico Nacional.
Y hasta aquí, todo el mundo contento: gracias a la implicación científica, se le dio respuesta al enigma. Pero surgió un problema… cuando se supo que los bloques de carbón de donde procedía la pieza, han sido considerados por los sistemas de datación geológicos, como ‘depósito Terciario‘. Es decir, fueron datados en un período que dista del actual, en 65 millones de años. Y precisamente, la consecuencia inevitable de aceptar la existencia de una tecnología minera moderna 60 millones de años en el pasado, relegó al olvido a la cuestionada pieza; literalmente hablando: se le echó tierra al asunto.
Pero, dada la situación actual, en que se intensifica el debate en torno a las obvios errores manifestados continuamente en los sistemas de datación, el ‘Cubo Salzburgo’ se presenta ante nuestros ojos como otra evidencia más de lo extremadamente falibles que resultan dichos métodos, y la poca credibilidad que manifiestan, cuando ‘el azar‘ permite que pueden ser contrastados con la realidad.
Una vez más los sistemas de datación son negados por la Verdad, porque, ¿cómo pudo existir la tecnología de fundición del hierro, en una época que la geología y la evolución de las especies, han concordado en situarles exclusividad a seres tales como los dinosaurios y los ‘casi extintos‘ que ‘nunca lo fueron‘, y aun hacen turismo marítimo: los peces celacantos?
Lo objetivo y palpable es que el terreno carbonífero no tiene los millones de años que quieren endosarle. Se fundamentan en inexistentes edades eónicas solo viables mediante lucubraciones. Lo objetivo y palpable es que estamos ante una prueba contundente de la mentira que contiene cualquier sistema de datación humano. Y lo objetivo y palpable es que ¡el carbón no necesita millones de años para formarse! Solo precisó de la catástrofe mundial del diluvio, unos 4500 años atrás en la historia.
Por eso es que comencé el artículo insinuando que el capricho es lo que convierte al único ser cognitivo del planeta, en el menos previsor de todos los seres vivos. Se sabe perfectamente la vulnerabilidad de los sistemas de datación, pero aun se insiste, y se seguirá insistiendo, siempre que tras las dataciones haya una posibilidad de negar a Dios, envuelta en papel de regalo: prestigio social, nominación académica… y los codiciados dineros de las subvenciones.
Esta tierra tiene exactamente la edad que señala la Palabra de Dios, que Creó todo lo que vemos en seis días: el planeta el primero, y al hombre el sexto. Por eso es que hoy vemos coincidentes carbón vegetal conteniendo en su interior una herramienta producto de inteligencia humana. Y esa Verdad no pueden negarla; ahí está la Tierra, escupiendo sus pruebas ante los atónitos ojos de quienes se empeñar en ocultar la Verdad con traquimañas.
Y muchas más que continuará expeliendo, antes de que pase el tiempo que le queda para cumplir su sexto mileniversario.
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