Razonando sobre la teoría evolutiva, se llega a la conclusión de que los líderes e investigadores del conjunto ortodoxo darwinista, en línea mayoritariamente general, se desempeñan en una filosofía conceptual que, en lugar de ir, desde la evidencia hacia la explicación, intentan con sus explicaciones desvirtuar toda evidencia en su contra; es decir, los defensores evolutivos, cerrados al raciocinio de los contundentes datos negadores de la teoría de Darwin, que la Ciencia está poniendo a su alcance con el ADN, presuponen aquello mismo que pretenden justificar, dándolo como hecho probado, aunque no existe tal prueba, y aunque todos los datos científicamente reales conspiren en su contra.
Si analizamos detenidamente su concepto de desarrollo de la complejidad del cerebro, por ejemplo, intentando presentarlo como un proceso normal de casualidades aleatorias que fueron surgiendo sin detenerse, constante y espontáneamente durante eones de tiempo, nos damos cuenta que la abundante correspondencia de ese órgano, con la mayoría de las funciones del cuerpo humano, no puede ser explicada en términos evolutivos, ni satisfacer la demanda de conocimiento científico, sin que aparezca realmente como una respuesta ‘evolucionadamente’ miope. Por sí sola, tal cual aparecen sus comentarios, es imposible tal evolución; sobre eso saldrá un artículo en breve tiempo, en este blog.
La estadística nacida de la realidad, dicta que una casualidad en sí misma, por definición, es una combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar… sin rumbo ni orden. O sea, el propio concepto de lo casuístico, le presenta como algo fortuito y desordenado… sin dirección reguladora. Sin embargo, todas las funciones de cada órgano, ya sean vitales o no vitales, aparecen visiblemente inscritas y codificadas antes en el genoma: diseño, programa y control. Aun así, el investigador evolucionista opta por una contradicción acientífica, chocando contra lo que se observa en los laboratorios, negando las evidencias.
El concepto primario de los evolucionistas, evita profundizar en los detalles que les contradicen; los evaden con la misma ligereza con qué se cambia la dirección cuando un pantano aparece frente a nuestros pasos. Por ejemplo, tienen enciclopedias llenas de especies en transición, y hasta crearon un hipotético árbol sin raíces, [Patente exclusiva Darwin]; ninguna otra Ciencia se ha decantado por una irreflexión como esa, pero son incapaces de explicar, por ejemplo, cómo actuó su ‘selección natural’, seleccionando que unas especies fueran monógamas, mientras otras son polígamas… o incluso asexuadas.
El ineludible resultado de frecuentar esos caminos, es que muchas veces se tiene que escoger entre las funciones de proyectos puntuales, y una restricción de opciones que aparentemente surgen de la nada [la explosión biológica de esa etapa no conocida por nadie, a la que llamaron ‘cámbrico’], pues todas las evidencias fósiles sitúan seres sin estados intermedios, con órganos perfectamente conformados, como los ‘trilobites’ de cuerpos segmentados, sistema nervioso cefalizado, con apéndices articulados y pleódopos, antenas, y ojos con un preciso sistema de lentes compuestos, prácticamente iguales a los de sus homólogos actuales: ciertos insectos y crustáceos que hoy mueven sus cuerpecitos por doquier.
Es decir, para algunas cosas lograron encontrar respuestas… y para otras también; pero siempre desde el desarrollado olfato que solo ellos poseen, adivinando la sabia intervención de la selección natural, y variando un mismo concepto al este, al oeste, al norte o al sur según lo establezca la necesidad del tambaleante crédito científico imprescindible para persistir.
Y la tesis neodarwinista afirma luego que este principio de conducta teórica, basta en sí misma para explicar todas las formas vivientes y sus intrincadas relaciones. Se auto agencian un rol totalitario y difícil: el de proteger su irracionalidad científica, de cualquier contexto que les demuestre que sus caminos no son más que laberintos de contradicción.
En fin, como decían nuestros abuelos: ‘Con estos bueyes hay que arar’… yo agregaría: hasta que surjan los sustitutos necesarios.
Pero la alternativa creacionista, está imponiendo otro curso a la historia, a partir de los propios descubrimientos ADN, de los poderosos adelantos tecnológicos, y de las cada vez más incongruentes respuestas evolucionistas, que no satisfacen dudas inevitables. Viene pisando cada vez más fuerte, desde el mundo de la microbiología: la biología molecular, como se conoce en los medios científicos.
El Doctorado en Bioquímica, Michael Behe, hoy propugnador del diseño inteligente, y ayer alumno de brillantes profesores evolutivos, fue devoto seguidor darwinista, hasta que la razón se impuso sobre la fragilidad teórica que impugnaban sus propios resultados de laboratorios. Profesor de bioquímica en la Lehigh University, Pennsylvania, y un ‘Senior Fellow’ del Centro para la Ciencia y la Cultura, del Discovery Institute, defiende la idea de unas estructuras demasiado complejas a nivel bioquímico para ser explicadas como el resultado de mecanismos de evolución. Él fue quien desarrollo el concepto de «Complejidad irreducible» (irreducible complexity).
Lógicamente, las ideas de Behe sobre diseño inteligente han sido rechazadas por los que controlan la censura en la comunidad científica y han sido categorizadas como pseudo ciencia por los enemigos de la Verdad. No obstante, como su lectura es gratis, y pese al despotrique que desde ya sé que recibiré por este artículo, les propongo que analicen su postulado, a la luz del raciocinio libre de influencias filosóficas o religiosas, y que decidan desde vuestro interior, cuánto de cierto puede o no haber en su investigación.
Su postura en realidad cambió cuando leyó el libro: ‘Evolución: una Teoría en Crisis’, del genetista australiano Michael Denton, quién expuso copiosos argumentos obtenidos del análisis de laboratorios, que negaban los planteamientos evolucionistas. Ya Behe había hecho su doctorado para aquel entonces… ¡y ni siquiera había oído hablar de esos nuevos reportes de la Ciencia! Así funciona la censura a niveles académicos, cuando los seguidores de Darwin tienen el control… ¡Cómo me recuerdan a la Rusia de Stalin!
Pero, les propongo algo honesto: desglosaré este artículo en más de uno [no sé si será suficiente con dos, por la cantidad de información existente]; primero expondré el planteamiento creacionista de Behe, y más tarde el de un especialista evolutivo, de prestigio reconocido: el Doctor Howard Berg [Harvard], el mayor conocedor de la constitución del flagelo y su termodinámica. Veamos el desarrollo:
En el siglo XIX, en plena era darwinista, los científicos creían que la base de la vida, la célula, era un simple glóbulo de protoplasma, una ínfima porción gelatinosa, algo no difícil de explicar; pero, en la última mitad del siglo XX, la irrupción de la genética en el mundo científico puso todos los conceptos patas arriba, transformándolos de forma monumental. En la actualidad, con el incremento tecnológico, los potentes instrumentos revelan los complejos y precisos mundos microscópicos. Por ej., en un simple dedal de costurera, con solo unos pocos centilitros de cultivo líquido, pueden habitar más de 4000 millones de bacterias; cada una de ellas conteniendo innumerables circuitos biológicos, instrucciones de ensamblaje para cada una de las proteínas que las componen y perfectas máquinas de nivel infinitesimal, que Darwin jamás pudo ni siquiera imaginar.
En esa base de la vida celular, han sido descubiertas verdaderos transportes moleculares que acarrean suministros de un lugar a otro de la célula; algunos, cuyo nivel de tecnología les exime incluso de una central energética, pues capturan energía de la luz solar, revirtiéndola en trabajo: su metabolismo interno y movimiento por flagelos.
Hay tantas máquinas de este tipo, como funciones necesarias. Los sentidos: vista, oído, olfato, tacto, gusto, tacto, la coagulación de la sangre, los latidos del corazón, la respiración, la respuesta inmunológica… todo acto biológico implica una inconmensurable multitud de ‘carros’ actuando en verdadero orden, cada uno moviéndose en la dirección adecuada, respondiendo exactamente a la maniobra y operatoria para la cual fue diseñada.
Al verse estos vehículos microbiológicos y preguntarse de dónde vienen esas maravillas, las respuestas fundadas en fósiles que convencieron a algunos, resultan aquí totalmente inadecuadas. Y si nos fijamos con atención en una de ellas, el flagelo bacteriano, vemos que resulta una copia casi exacta a los motores fuera de borda que usan las lanchas.
Al igual que a nadie se le ocurre decir lo contrario sobre un motor fuera de borda, por ningún lado se evidencia posición aleatoria de piezas colocadas al azar, sino un diseño inteligente: cada cosa en su sitio, cumpliendo su función. Si solo una falla, todo el sistema deja de ser efectivo y la bacteria queda condenada a una silla de ruedas microscópica, que la selección natural no le facilitaría, prefiriendo ‘quitarla del medio’. Y esa es la verdad descrita en los laboratorios… aunque los especialistas en bacterias, los defensores evolutivos, decidan ocultar esos ingenios a la sociedad.
Cada uno de los motores moleculares que impulsan a las bacterias, depende de un servosistema biológico, constituido por piezas mecánicas, intrincadamente dispuestas. Y no son ensoñaciones teóricas sobre ‘algo posible’, sino un proceso perfectamente visto en laboratorios, con lentes adecuadas que logran ampliar 50000 veces un objetivo dado.
Los bioquímicos han empleado fotos, micrografías electrónicas, para identificar las piezas y la estructura en 3ª dimensión, del ‘motor’ que mueve al flagelo bacteriano, desvelando una perfecta maravilla de ingeniería, invisible para un ojo humano sin ayuda apropiada. Incluso el mayor conocedor de la química y la actividad del flagelo, el Dr. Berg, le bautizó como la máquina más eficiente del universo. Algunos llegan a mover sus ‘hélices’ a cien mil revoluciones por minuto, [6000 a 100000] con una conexión fija, mecánica, acoplados a un sistema transductor: ¡Un detector de señales de origen proteico!
Con este ingenioso sistema incorporado, recibe información sobre determinadas acciones externas, y las transmite adecuadamente. Son tan perfectas, están tan bien diseñadas, que incluso girando a la velocidad descrita, son capaces de detenerse en seco; en un segundo se ponen de nuevo en marcha, a la misma velocidad anterior, en la dirección más conveniente, según los datos recibidos de su ‘radar’.
En síntesis, el flagelo bacteriano posee un motor de dos marchas: adelante y atrás; además de un sistema de refrigeración por agua, movido en unos casos por energía protónica [H+], y en otros por iones de sodio [Na+], según la especie de bacteria de la que se trate, dándose la particularidad de un incremento de velocidad de giro, 5 veces mayor, en el caso de la propulsión por sodio. Como los dinamos de diseño ingeniero, consta de un estator, un rotor, una articulación en U para incorporar al flagelo, un eje propulsor y una hélice. Funciona igual que las distintas piezas acopladas en un motor fuera de borda convencional.
Y aquí entramos en el concepto de ‘Complejidad Irreductible’, planteado por Behe, que crispó la colmena académica evolutiva. Básicamente, la experiencia de laboratorio dicta que la bacteria posee una multiplicidad de piezas, con las que se compone cualquier elemento o sistema dado en una célula… cada uno vital para la función celular. Si falla o se elimina una pieza, todo el sistema de la célula deja de funcionar.
El concepto de ‘Complejidad Irreductible’, puede verse mejor mediante un sencillo, pero contundente simil no biológico: una lanchita de juguete, de esas que algunos niños llevan a las fuentes, las más sencillas y baratas. Se fundamentan en 5 piezas: el chasis, una hélice, una pequeña caja de velocidad de dos piñones, un eje, y un fleje de acero enrrollado: la cuerda que proporcionrá la energía necesaria. Si cualquiera de estas 5 piezas falla, el juguete no navegará.
Y este mismo principio se cumple en el ‘motor’ que mueve al flagelo bacteriano… solo que ese motor, ante microscopio, consta de unas 40 piezas proteínicas diferentes, imprescindibles para que esta precisa maquinaria funcione; si una sola de ellas falla, estaremos ante un flagelo no funcional.
O sea, que en términos evolutivos, habría que explicar cómo se puede montar este complicado engranaje de forma gradual, si se ve que ninguna pieza por sí sola tiene función. Dicho de otra forma, desde la casuística evolutiva, en la que se necesitan cientos o miles de años entre procesos, ¿por qué un primario estator inútil no fue desechado por la selección natural… o un rotor, o el eje, o cualquiera de las 40 piezas que surgiera?
Ese es el principio lógico de la Complejidad Irreductible, planteada por el Dr. Behe, que niega el proceso evolutivo. Darwin, incluso cita aquellos órganos como ojo, oído, corazón, de estructuras complejas, han sido constituidos gradualmente, en el largo período de miles de millones de años, mediante pequeños incrementos. También dice que la selección natural solo triunfa si los cambios aleatorios que se producen, generan alguna ventaja a un organismo, en su lucha por sobrevivir en una población y ambiente determinados; lo define textualmente en su página 105: «… la selección natural está examinando las más ligeras variaciones… rechazando las malas, preservando y acumulando todas las buenas.»
Pero él jamás pensó en el ADN. Contradiciéndole, este revela que cada bacteria tiene inscritas y codificadas todas las instrucciones para elaborar las proteínas que le darán la forma adecuada; no en eones de tiempo, sino segundo a segundo, en un proceso sincrónico. Aunque se reproducen por duplicación, esta ocurre debido a la información inscrita en su ADN, que regula la síntesis proteica de su pared, el crecimiento bacteriano, la duplicación de su genoma, y la división en dos células.
La división empieza en el centro de la bacteria por una invaginación de la membrana citoplasmática; y la separación de las dos células va acompañada de la segregación en cada una de ellas de uno de los dos genomas que proviene de la duplicación del ADN materno… asegurando el futuro, y evidenciando que nada de lo que ocurre en su interior, motores de flagelos incluidos, ocurre por procesos evolutivos, sino gracias a los datos contenidos en su genoma.
Una información con datos codificados, observables a microscopio, para crear cada una de las proteínas necesarias, en cada una de las partes que conformaran esos maravillosos motores del flagelo, y todo el resto de la bacteria… datos que ya tuvieron que existir en las primeras bacterias, pues no hay forma científica de demostrar que una instrucción surja por sí sola, se inscriba por sí sola, ni se codifique a sí misma. Mucho menos, que el Programa que regula todas sus actividades haya nacido del azar.
Si se es científico, niéguense las barrabasadas y respétense el empirismo de la Ciencia.
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