(Un llamado a quienes se aferran a Jesús de Nazaret, sus promesas y advertencias, o a quienes desde ahora tienen la esperanza necesaria para entrar al reposo del Señor, hasta que sea posible ese vivir con Él, en el reino de la Gloria Celestial.)
Dios ha dicho que una persona, siendo mala, no puede hacer lo que es bueno a Sus ojos; puede que sí desde la óptica mundana, el humanismo, y los parámetros de moral humana, pero no según la medida del Creador, que es la misma de su Hijo y del Espíritu Santo. Porque si se obra bien por haber caído en desgracia, luego de haber negado a Dios durante mucho tiempo, de nada aprovecha… a no ser que se obre quebrantado en arrepentimiento, resuelto a cambiar el orden mental y espiritual.
Solo así: contritos, bautizados, y aferrados a la Ley, las buenas obras serán contadas como ‘buenas’ a los ojos de Dios. No se puede hacer buenas obras con el objetivo de que Dios deje pasar las malas; es imposible. Quien muera en pecado, aun teniendo un inmenso listado de obras buenas, tendrá que purgar su culpa, tendrá que purificarse en fuego para poder morar en alguno de los reinos de Dios, pues es una ley celestial inviolable: Lo impuro no puede convivir con lo puro.
Si una persona, violando los mandamientos de Dios, ostenta ofrendas puntuales de misericordia, servicio a los pobres, desamparados, y afligidos, pero en paralelo vive una vida disoluta en lo privado, tal ofrenda se le tiene por mala ante Dios. Es como el traficante de drogas que usa el dinero mal habido en hacer viviendas a sus conocidos o para dar limosnas, e incluso para hacer iglesias y sostenerlas.
Por eso a un pecador no se le aceptará una ofrenda buena, si no viene acompañada del arrepentimiento, el bautismo, y el compromiso de vivir según la ley. Gen 4:3-5 ya habla de esta aceptación o negación de ofrendas, según origen:
«Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Javeh. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Javeh con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante…»
Así, vemos que nadie que se acoja a los susurros del diablo y se haga su siervo en ciertas cosas, puede seguir a Cristo; y si sigue a Cristo, no puede servir al diablo. Todo lo que es bueno viene de Dios; y todo lo que es malo, viene de satanás; porque este se hizo a sí mismo enemigo del Padre Celestial, y lucha contra Él continuamente, e incita a pecar y hacer lo malo sin cesar.
Tengamos pues cuidado en juzgar que lo que es malo viene de Dios o que lo que es bueno viene del diablo. Ajustémonos a los parámetros de Cristo. Por ej: el sexo en matrimonio es bueno: viene de Dios, pero el sexo, según lo ve hoy la humanidad con total normalidad, fuera del matrimonio (en cualquier variante) es una cadena que del mismo infierno viene, se ajusta a los adeptos… y hacia allí les arrastrará finalmente.
Todo argumento que persuada a hacer lo malo, y no creer en Cristo, y negarlo, y a no servir a Dios, proviene del diablo. Porque él no induce a nadie a hacer lo bueno; ni lo hacen tampoco sus ángeles (millones de ellos) ni los que a él se sujetan.
¿Y cómo es posible aferrarse a todo lo bueno? Pues mediante la fe en las Escrituras; ellas nos dicen que Dios, sabiendo todas las cosas, dado que existe de eternidad en eternidad, envió ángeles para ministrar a los hijos de los hombres, para manifestar concerniente a la venida del Mesías, y que de él, de Cristo, habría de venir todo lo bueno que espera a la raza humana. Y declaró a Sus profetas que Cristo vendría.
Y después que vino, los hombres fueron salvos por la fe en su nombre, y por la fe, llegan a ser hijos del Dios Altísimo a través de Jesús, el puente de reconciliación entre los humanos y su Creador. Cristo reclama al Padre a todos los que tienen fe en Él; y los que tienen fe en Él se allegan a hacer lo bueno… de lo contrario, su fe no es fe. Cristo aboga a favor de todos aquellos que le reconocen, pues mora junto al Padre.
Y Él ha dicho:
“Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí, y sed bautizados, y tened fe en mí, y seréis salvos”
Por la ministración de ángeles, y por toda palabra que salía de la boca de Dios, empezaron los hombres a ejercitar la fe en Cristo; y así, por medio de la fe, se aferraron a todo lo bueno; y así fue hasta la venida de Cristo, y hasta hoy.
Ahora bien: ¿cómo lograr la fe, a menos que se tenga esperanza? Y: ¿qué es lo que hay que esperar? Pues hay que tener esperanza, por medio de la expiación de Cristo en la cruz y el poder de su resurrección, en que todo el que le sea fiel hasta la muerte será resucitado a vida eterna. Eso conduce a la fe en Él… y a esperar en sus promesas.
De manera que si alguien tiene fe en Cristo, es necesario que tenga esperanza en que cumplirá tanto sus promesas como sus advertencias. Sin fe, no hay esperanzas.
Pero hay más: el ser humano no tendrá fe ni esperanza si no se hace manso y humilde de corazón; sin esa condición la fe y la esperanza serán vanos, pues Dios solo aceptará con Él a los mansos y humildes de corazón. Y eso solo lo genera la caridad.
Y llegados a aquí: nadie puede confesar por el poder del Espíritu Santo que Jesús es el Cristo, si no tiene caridad; puede hacerlo en un momento de desesperación personal, esperando solucionar sus problemas a cambio, pero no por el Espíritu Santo.
Si no se tiene caridad, tampoco se tiene la promesa de la salvación; es indispensable tener caridad para ser dignos de esa promesa. En 1ªCor 13, el apóstol Pablo dice que la caridad es sufrida, benigna, no envidia, no se envanece, no es egoísta, no se irrita fácilmente, no piensa el mal, no se regocija en lo inicuo, sino en la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
De modo que no hay salvación si hay envidias, vanidad, soberbia, egolatría, egoísmo, rabia, malicia, iniquidad, mentiras, etc. Esos sentimientos vienen del diablo; y a él se irá a devolverlos. La promesa de salvación no se cumplirá en nadie que muera en tales estados, si no purifica su espíritu y pueda entrar acrisolado al juicio propio.
Por tanto, si no tenemos caridad, no tenemos promesa; somos estériles en la obra del Señor. Está escrito que cuando nos veamos a nosotros mismos como hoy somos vistos, y cuando tengamos el conocimiento de lo invisible como algo perfectamente visible, ya la fe dejará de ser: la esperanza se hará realidad. Sin embargo, la caridad continúa, pues es el amor puro de Cristo, y permanece para siempre… y a quien la posea en el postrer día, le irá todo muy bien, según la promesa.
Por tanto, esforcémonos mientras pedimos al Padre, con toda la energía de nuestros corazones, que seamos llenos de ese amor que Él otorga a todos los que se hacen discípulos verdaderos y fieles de su Hijo, sin permitir que ningún hijo de mujer nos enrede con conceptos ni teologías humanas contrarias al Evangelio. Que cuando Él aparezca nos vea ceñidos a eslabones de fe, esperanza y caridad, pues su unión forma la única cadena que liberta. Nos ata a la Perfección eterna.
¡Encadenémonos a Cristo, para Cristo, y en Cristo, por toda la Eternidad!
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